El mayor “éxito” del sistema capitalista a nivel global ha sido -además de la concentración obscena de inmensas riquezas en muy pocas manos- el de subvertir el orden de valores y antivalores humanos, perjudicando la convivencia armoniosa y desarrollo material de las comunidades, con exclusiones unilaterales y mezquinas. Todo ello -entre otros puntos destacables- producto de esa división internacional del trabajo diseñada a fines del Siglo XIX, desde los centros monopólicos del poder, que establecía quienes eran países productores de manufacturas y quienes productores de materias primas; en definitiva, países productores de aspiraciones, antivalores y seudo valores, versus países “bárbaros” reproductores de una cultura extranjera consumista, altamente lucrativa, aspiracional y conservadora; sin lugar para aquellos que no se ajustaran al modelo impuesto por el mercado internacional, irresponsable ante sus efectos colaterales.
Así inmortalizó el trágico panorama moral local de principios del siglo XX, nuestro artista popular Enrique Santos Discépolo -todo un visionario-: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. Ignorante, sabio o chorro, pretencioso o estafador. Todo es igual, nada es mejor ¡Lo mismo un burro que un gran profesor!(Cambalache, 1935). El triunfo del materialismo sobre la condición también espiritual del individuo, dejaba expuesto el orden jerárquico de “valores” capitalistas a imitar: primero consumir, acaparar, aparentar y simular. “El éxito de pertenecer” a cualquier costo, sin importar medios ni consecuencias para conseguirlo. Un sálvese quien pueda egoísta, sin mirar a los costados, con una ausencia total de sensibilidad frente a quienes quedaban al costado del camino.
En esa ecuación no había lugar para los colectivos populares, sus demandas y aspiraciones de movilidad social ascendente; todo el entramado social, político y económico era monopolizado por los intereses exclusivos de las “castas autoritarias”, enmascaradas tras una fachada de libertades y democracias proclamadas. Solo cuando el hartazgo social impulsó a los sectores obreros sometidos, a la conquista del espacio público, pudieron conquistarse derechos cívicos, sociales y económicos negados durante décadas por la angurria patronal. Fueron luchas desiguales, altruistas y utópicas teñidas de sangre y proscripciones, pero legítimas, eternas y verdaderamente heroicas.
Un siglo después, en una crisis total de valores y antivalores mezclados como en un “cambalache”, la naturalización de la ficción liberal habilita la existencia de comportamientos violentos, amorales y disruptivos, emanados desde el mismo Estado Nacional hacia la sociedad (convenientemente silenciados por los medios masivos de comunicación hegemónicos y la complicidad por omisión de dirigencias fraudulentas), con el objetivo de anular la unidad colectiva de reclamos populares, frente al despojo material y espiritual fríamente planificado, en perjuicio directo de éstos.
Por todo ello, el cambio de paradigma moral es urgente. En la investigación científica, los cambios de paradigma respecto a alguna certeza, se dan cuando la evidencia fáctica corrobora a través de diversos medios, que existen anomalías lo suficientemente contundentes como para revertir esa verdad sostenida durante un tiempo, hasta ese momento determinado. En la Argentina, sobran las muestras del deterioro ético y moral de nuestra sociedad, comprobable por ejemplo en la elección soberana de nuestros representantes, quienes hartos de no ser escuchados, han ido en busca de un cambio que elimine a los chantas, vende humo y demagogos de siempre.
Esa urgencia axiológica debe encararse con fervientes esfuerzos desde el núcleo básico de nuestra comunidad -la familia-, y continuarse a través de todas las instituciones y organizaciones responsables de promocionar dichos valores positivos, diferenciándolos claramente de los antivalores que obstaculizan su desarrollo y proyección. No puede ser lo mismo ser un dirigente político que ame y defienda a su patria, que otro que la entrega y propicia la desunión de su pueblo. No es lo mismo reconocer las diferencias de opinión y respetarlas, que atacarlas con artilugios legales para aniquilar cuestionamientos opositores. No es lo mismo promover el ascenso y la justicia social, que instalar la defensa de libertades individuales desconociendo desigualdades materiales de base que condicionan su pleno disfrute.
Igualdad, cooperación, sensibilidad, compromiso, civismo, generosidad, distribución equitativa de las riquezas materiales, democracia y sustentabilidad, no son iguales a inequidad, apatía, individualismo, violencia, esclavitud, autoritarismo, concentración mezquina de bienes materiales, egoísmo, ganancias y lucro sin límites en pocas manos. El mercado jamás sustituirá al Estado, y la política jamás será reemplazada por la técnica administrativa y deshumanizada de un CEO apátrida; simplemente porque los seres humanos no somos objetos de manipulación, somos seres racionales, con sentido moral, libre albedrío y dignos, “artífices de nuestro destino y jamás instrumentos de la ambición de nadie”.
Recordemos que somos seres duales, con una condición material y espiritual, la cual debe ser contemplada desde la administración del Estado. Negar dicha dualidad, sin actuar moralmente en consecuencia, es negar nuestra propia existencia. Caminemos entre todos -desde el lugar que nos toque-, la utopía de modificar este estado actual de amoralidad y confusión en el cual nos encontramos desafortunadamente “en un mismo lodo, todos manoseados”.
Silvio J. Arias
Prof. Ciencia Política