En cada período eleccionario el sistema político de representación argentino es auditado por la ciudadanía, a través del ejercicio democrático del voto.

por: Profesor Silvio J. Arias
07/08/2023 11:39

Con mayores o menores expectativas ideológicas, con militancia o sin ella, con críticas o desinterés, con esperanzas y broncas, argentinos y argentinas participamos del proceso cívico que consolida nuestra libertad individual y hace efectiva la soberanía popular. 

A cuarenta años de la recuperación definitiva de la democracia en la Argentina, luego de haber padecido los períodos más oscuros de nuestra historia bajo el yugo de diversas dictaduras, la importancia de ir a votar se vuelve una conquista -innegociable e imprescindible- para garantizar el desarrollo humano de todos y con todos. 

  El análisis político me permite esgrimir dos hechos que han marcado las últimas décadas en el ejercicio de la cosa pública a nivel internacional, en detrimento directo de la credibilidad de sus gestores y perjuicio consecuente sobre millones de representados, en un sinfín de realidades que limitan el crecimiento digno de la condición humana. 

  El uso constante de la mentira y la simulación como herramientas reiteradas desde la dirigencia pública, para conseguir -por ejemplo- el favor popular de los votantes, sin mediar consecuencias nefastas posteriores para ellos. “Si les decía lo que iba a hacer, no me hubieran votado”, dijo el ex presidente, como triste muestra para avalar el presente argumento. La industria de la mentira se fue instalando como un poderoso virus global en todos los ámbitos posibles de inserción, incentivada y hasta festejada por la cultura liberal-capitalista imperante, artífice de la más procaz artificialidad, del “parecer”, antes del “ser”. Allí donde no interesa la política como servicio público, donde se anulan los debates de ideas y vacían de contenido las expresiones ideológicas; allí donde la política es reducida a una simple  “escenificación del márquetin”, donde el ciudadano es un mero espectador acrítico, engañado, resignado, harto, sin poder real de cambio y condenado a soportar lo que venga. 

  El segundo hecho pernicioso, es la injusticia. Sabedores todos que vivimos en un mundo desigual pero particularmente injusto, la falta de justicia se instala socialmente desde el proceder mismo de las instituciones estatales encargadas de aplicarla. La sensación popular es que existe una justicia para ricos y otra para pobres, creencia ésta que se vuelve palpable cuando los poderosos infringen las normas sin mayores obstáculos, mientras los menos favorecidos las acatan con todas sus consecuencias. La grieta entre liberados y encarcelados, está marcada por la disponibilidad o no de una cuenta bancaria importante. Efectivo mata justicia. 

  Este lamentable escenario –que es internacional-, pone en evidencia la enorme crisis ética y moral que atraviesa la humanidad, donde las mentiras y las injusticias son los elementos centrales de esa descomposición social, aparentemente irreversible. Por ello sostengo que las crisis no son económicas o políticas, son morales, humanas, disfrazadas de lo otro, de lo evidente pero convenientemente soslayado desde la mayoría de los medios masivos de comunicación (no todos, hay que ser justos!). 

  La amoralidad se despliega como un abanico seductor, posible, la llave del éxito social a como dé lugar, donde la apariencia material te incluye o excluye de ese mundo para pocos, exclusivo, “premium”, mentiroso e injusto. En ese mundo virtual, la esencia y el contenido de las personas no interesan, no son convenientes a una estructura armada para la ficción y el lucro interminables. Y así por ejemplo, millones de jóvenes pierden sus vidas queriendo alcanzar esa ficción de manera rápida, sin esfuerzos, sin moral; siendo parte de ese mundo para pocos, obscenamente rico e ilegal, mientras millones de seres padecen necesidades básicas insatisfechas, producto del egoísmo y la mezquindad moral de esos pocos muy poderosos. 

  Por todo ello, la Argentina ganadora se manifiesta cuando en cada elección democrática, renueva la posibilidad de aportar con responsabilidad cívica su granito de arena en el combate diario contra la injusticia y la mentira, eligiendo representantes que se ajusten a ese deseo, a esa realidad posible de concretarse, consecuencia de un cambio moral urgente. Todos y todas podemos ser artífices de ese destino común, sin grietas absurdas y en busca del bienestar general. 

   Gane quien gane, el espíritu de unidad nacional debe imponerse sobre los egos y ambiciones personales. El honor de ejercer la representación popular debe manifestarse con humildad, capacidad de dialogo, responsabilidad profesional, compromiso, coraje, honestidad, creatividad y ejemplo moral, solo de esa manera gana la Argentina. Cuando fuimos indiferentes, cuando miramos para otro lado, nos fue muy mal, perdimos todos…

  Hay muchos problemas por resolver, mucho dolor por mitigar. Vayamos a votar y luego aceptemos los resultados, sin dejar de controlar constructivamente el ejercicio del poder, acompañando con sabiduría y honestidad el desarrollo de los acontecimientos públicos que hacen al quehacer nacional, sin mezquindades, con verdad y justicia.- 


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