por: Silvio Arias
25/01/2024 12:35

En las últimas décadas, occidente atraviesa un período de profunda crisis moral, social y económica, fruto del egoísmo y la ambición desenfrenada de unos pocos muy poderosos, sobre el destino planificado de una gran mayoría de rehenes sin aparente capacidad de respuesta, mediante un sinfín de “inevitables” atropellos que afectan cotidianamente su dignidad.  En ese triste escenario, el “liberticida” cumple con su destructivo rol de verdugo social, al servicio de intereses clandestinos (o no tanto), que lo apuntalan imponiendo el temor y la resignación, como efectos colaterales de un proceso perverso y excluyente.

  Habilitados legalmente por las instituciones del sistema democrático de gobierno, los “liberticidas” se alzan como la “reserva moral” en sus respectivos países, criticando ferozmente la corrupción y desatinos de la política tradicional contra de sus representados. El éxito de sus críticas resulta de tal efectividad, que el hartazgo social generado por el incumplimiento político de los legítimos mandatos populares, se traduce inmediatamente en un apoyo electoral que sorprende por la contundencia de los números, aunque no por la razonabilidad de sus efectos. Así, el “liberticida” –en ejercicio del poder de representación- tiene carta blanca para hacer y deshacer sin obstáculos aparentes, recibiendo el poder del mismo pueblo al que más tarde traicionará actuando contra él.  

  Siendo la situación económica el principal factor de preocupación de las comunidades a nivel global, particularmente cuando es crítica, deficitaria y empobrecedora; el gestor “liberticida” capitaliza dicho reclamo en su cruzada por conquistar desde el Estado, la suma del poder que le permitirá acrecentar sin límites morales sus propias ambiciones inconfesables. El lucro, la ganancia, la competitividad del mercado, el derrame de supuestos beneficios que jamás llegaran a los más desfavorecidos, son algunas de las ficciones difundidas por ese “establishment”, creado y fortalecido a partir del debilitamiento de enormes masas carentes de reacción ante la quita de derechos adquiridos intergeneracionalmente. Salud, vivienda, educación, empleos en blanco, seguridad, movilidad social ascendente, etc., son las primeras víctimas de un sistema que promociona el achicamiento del Estado y la demonización de la protesta popular, ante el hecho fatal consumado del autoritarismo económico. 

  El gestor liberticida especula, gana, no tiene patria ni bandera; concentra poder material para sus jefes en las sombras; es un empleado frio e inescrupuloso, un simulador avezado para el engaño. El liberticida niega la explotación laboral y la justicia social, invenciones trasnochadas de corte socialista. La negación de éstas, cumple una función práctica: ocultar las inequidades materiales y morales padecidas por la comunidad planetaria, frente a un poder “oculto” que la limita, dirige y empobrece.  

  Para el liberticida la religión financiera todo lo justifica. Es arrogante, mafiosa, extorsiva, oligárquica y hegemónica, jamás se autorregula y mucho menos derrama sus beneficios fuera de su círculo exclusivo. Se disfraza de altruista y benefactora. Desprecia a la política tradicional por colectivista, de la misma forma en que la corrompe cuando necesita aumentar sus “rentabilidades”. 

  El liberticida milita la economía especulativa, hace negocios. Desprecia al empleado, lo considera descartable en nombre de la competitividad. Solo los emprendedores merecen su mirada humanizada, su interés circunstancial de cara a la ganancia y el lucro. ¿Y entonces que hacen con los empleados?... Desde el Estado –reduciendo el “gasto público”- neutralizan a los empleados quitándoles derechos, acorralándolos con tarifazos, volviéndolos ignorantes, enfermándolos física y mentalmente, transformándolos en seres desamparados, invisibles o en estado vegetativo.  

  La sociedad ideal que propone el liberticida, es una basada en la obsesión por el consumo ilimitado de bienes superfluos, en la acumulación ilimitada de riquezas por parte de los dueños del mundo y la exclusión segura de los incompetentes para comerciar. El liberticida identifica la pobreza material de las sociedades o la oculta según sus conveniencias. La oculta en las economías centrales, modelo de éxito para divulgar sus recetas antipopulares y opuestas a la defensa de intereses soberanos, alrededor del mundo. Allí los pobres existentes son disfrazados de desempleados, cobrando por un periodo limitado de tiempo un subsidio que les aliviana la vergüenza de existir. El pobre se vuelve interesante cuando es expuesto como el resultado condenable de políticas opuestas a las que ellos desean imponer, especialmente durante períodos electorales, donde la “sensibilidad social” aflora convenientemente para un fin discursivo, sin mayores pretensiones reales de cambio.  

  Sin embargo, todos los procesos tienen principio y fin, un Talón de Aquiles, una falla estructural. No estamos condenados a la resignación, a una realidad que no deseamos. La propia visibilidad perniciosa del “hacer” liberticida es su condena. La protesta social y la ocupación del espacio público denunciando los atropellos legales y morales padecidos por las mayorías -a partir de sus acciones autoritarias-, constituyen el triunfo popular para alcanzar el fin de esa perversa existencia. La política legítimamente interpelada por la sociedad deberá recuperar su protagonismo y credibilidad, en nombre de una representación popular lastimada en su confianza, poniendo en marcha nuevas formas y valores en la praxis política, contra la opresión de un sistema financiero global que no elegimos en las urnas y que sufrimos a través de sus manejos deshumanizantes. El liberticidio es un virus global, que ataca la democracia y debe ser inoculado con una pacífica y constante participación popular.

*Prof. Silvio J. Arias
Santa Rosa, La Pampa.-


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