Un gobierno en la administración del Estado puede fracasar por una diversidad de motivos: ineptitud humana y profesional para la gestión de la cosa pública, altos niveles de corrupción entre sus funcionarios, soberbia, fallida aplicación de la política económica, fanatismo dirigencial, incapacidad para conectar empáticamente con las necesidades y aspiraciones de sus gobernados, distorsión de la realidad; y por último, el factor que atraviesa todas las variantes descriptas, la ideología aplicada.
No existe gobierno alguno, sin una ideología que oriente su accionar. Cada decisión que se adopta desde la función pública proviene de una interpretación del mundo, una forma de verlo, valorarlo, de priorizar medidas, elaborar soluciones y proyectar futuros posibles.
En la Argentina de los últimos años, se ha instalado la idea de la muerte de las ideas y el fin del debate ideológico. Ese perverso leitmotiv -nutrido del engaño y aplicado por asesores del marketing político- tiene por objeto captar la bronca de una ciudadanía descreída del sector político, transformándola en una masa acrítica e incapaz de influir en cambios que cuestionen el poder conservador de los dueños del fracaso.
Ellos promocionan la “despolitización” y “desideologización” de la actividad política, como una “novedad superadora” que se detiene en las formas y no en el fondo de la cuestión política. Para ellos resulta conveniente ocultar las verdaderas intenciones, no avivar giles o jugar al innovador sin llegar a serlo nunca. Lejos de ser ingenuos, quienes instrumentan esta no-política son representantes de la cultura del egoísmo y la superficialidad, unos advenedizos con aires de trascendencia destinados a cosificar al ser humano, midiéndolo en términos económicos y deshumanizándolo sin piedad. Todo ello es lo opuesto a la acción política entendida como servicio público, pensar en el otro y construir con el otro un bienestar compartido.
El caso de los “nuevos liberales” da cuenta de ello, ridículamente centrados en la defensa de “libertades” ampliamente ya garantizadas en todas sus formas en nuestra carta magna. Sin embargo, nada dicen –con igual histrionismo marketinero- sobre cómo combatir inequidades y desigualdades en nuestras comunidades, verdadero flagelo social y cuna de la violencia excluyente de un mundo para pocos….nada es casual compañer@s...
En dicho contexto, la estafa moral es la devolución de la política de la posverdad. Ante el retiro de los partidos tradicionales como formadores naturales de ciudadanos con responsabilidad cívica y contenido ideológico, los no-políticos se alzan transitoriamente con el control del poder, sometiendo a la población a un experimento social de gravísimas consecuencias para la vida democrática.
Así, en éste cambalache del siglo XXI todo da lo mismo. No importa si sos un representante local de intereses externos o te alzas como un digno defensor de los tuyos, da igual si pensás que la pobreza debe ser combatida desde el Estado o la aceptás como un hecho natural e inmodificable de la vida; no interesa si sos socialista, liberal, comunista, radical o justicialista. Al establishment le importa que sepas poco, no cuestiones nada y acudas a las urnas sin pensar mucho, confiando solo en la “buena voluntad” de los hombres, su imagen más o menos aceptable y no en la ideología que informa las acciones de esos que van a manejar nuestras vidas durante años.
Por ello, no es la pesada herencia la culpable de una mala gestión de gobierno, la economía, una mala lectura de la realidad, el asesor equivocado o la alineación de los planetas… es la ideología.
Esa ideología que –como cuerpo de saberes-, debe explicitarse, conocerse y comprenderse desde la actividad política para legitimar su existencia, recuperar credibilidad y fortalecer una forma de vida democrática, inclusiva y justa entre los gobernados. Hoy sabemos que el próximo gobierno nacional será de ideología justicialista. La misma sostiene que el Estado es un orientador de la economía –no un interventor-, sabe que el hombre posee necesidades materiales y espirituales, que la pobreza es un flagelo social que debe combatirse sin aceptársela como “natural”; que el trabajo es un derecho que dignifica al hombre, que debe lucharse contra ese “capital ortodoxo” que todo lo desea para un sector minoritario de la sociedad, a expensas de los infortunios y negaciones de una inmensa mayoría; que la mejor inversión que puede hacer una gestión de gobierno es en capital humano y social: más educación, más salud, seguridad, viviendas, servicios públicos funcionando, etc.
Son esas certezas emanadas de una ideología con principios, fines y valores, las que nos tranquilizan, generan arraigo e identifican, alejándonos de la confusión impuesta por los perversos y sus aliados; individualistas extremos, seres mezquinos que no entendieron nada de la política genuina, esa que nos llena de esperanzas e invita a participar militando la vida con verdad y justicia, en tiempos violentos colmados de mentiras y exclusiones.-
*Silvio Javier ARIAS
Prof. en Ciencia Política
Asesor Legislativo